En Dieppe no tuve miedo al mar aunque era grande
como el cielo de un dios
hecho de hierro.
Allí nos encontramos el
mar y yo ayer tarde
y acaricié sus olas metiéndome
en su cuerpo.
El mar en Dieppe limita
con la playa y una curva de rocas;
mar adentro, donde se
pierde el límite y los peces,
el mar en Dieppe limita
con el cielo.
No duerme el mar su
borrachera de agua,
es un dios de sí mismo en
noches de silencio.
Yo fui de madrugada a
despertarle
y el mar en Dieppe estaba
ya despierto.
Un volcán de serpientes
apretadas
parece el mar de Dieppe,
como unos pechos
se levantan sus olas
amurallando el agua
y se hace
impenetrable a la espada del viento.
Yo me quedé en sus
muelles limitado al avance:
tenía el mar de cara
cerca y lejos;
descansaban mis ojos
horizontales de agua
y era el agua una masa sin
objetos en Dieppe,
donde esperaba el mar
cada mañana
la partida de un barco,
el desconsuelo
de ese ofrecer su vientre
sin abrirse,
porque en el mar no
existen agujeros.
De costa a costa el mar
pierde su fuerza;
un latido de peces en el
centro
alborota sus aguas desde
el fondo
donde la vida habita un
cementerio.
El mar de Dieppe se
pierde como un bosque
sin caminos de asfalto ni
de hierro,
gigantesca montaña boca
abajo,
un terremoto de agua en
movimiento
donde su masa empuja con
los pies de espuma
la barriga quebrada del
continente quieto
y así regresa al mar
sobre sí mismo
rechazado, fugaz,
enloquecido;
pertinaz al regreso
vuelve el mar a la costa:
visto desde la luna será
un ojo de fieltro.
A Dieppe después del alba
como un Guernica al trote
de tierra y de gaviotas
volvía el mar sediento.
Encontraba las costas con
sus propios cuchillos
y los ojos hambrientos de
viejos marineros.
Le despedí en los muelles
a las 6 de la tarde:
tenía el mar mis ojos
donde quedarse inmenso.
Vacío hacía otras costas,
desnudo como un parto,
parece el mar un náufrago
cuando se va del puerto.
DESDE NORMANDIA